EL VIAJERO. Geografía íntima.

VIAJE A UN BOLERO, A UNA SILLA AZUL Y A UN GRAN MARCO.

Museos que sólo saben de ayer.

Contaba el amigo mejicano que cuando murió Frida, Diego Rivera no pudo volver a su casa azul y dispuso que fuese un museo.

Viajaron por todo el mundo, pero Frida sólo quería volver a su casa azul de Coyoacán en  Méjico.

Carlo Pellicer la dibujaba con estas palabras: “pintada de azul, por fuera y por dentro, parece alojar un poco de cielo. Es la casa típica de la tranquilidad pueblerina donde la buena mesa y el buen sueño le dan a uno la energía suficiente para vivir sin mayores sobresaltos y pacíficamente morir…”

Frida había nacido en aquella casa y allí murió.

En una habitación hay una colección de mariposas, un regalo del escultor japonés Isamu Noguchi, además del retrato que le hizo su amante, el fotógrafo Nickolas Muray.
 
Por aquí y por allá hay muletas, corsés, medicinas, exvotos, juguetes, vestidos, joyas, ollas de barro colgadas a las paredes.

En una de las habitaciones está su cama con el espejo en el techo. Su madre lo mandó colocar después del accidente que Frida sufriera en el autobús, al regresar de la escuela. Durante la larga convalecencia que la mantuvo inmóvil por nueve meses y gracias al espejo donde se reflejaba y así Frida pudo retratarse.

Frida dejó escrito: “El hecho de haberme pintado dos veces, juzgo que no es sino la representación de soledad. Es decir, recurrí a mí misma buscando mi propia ayuda. Por esta razón las dos figuras se dan la mano. La diferencia en el estilo de los trajes creo que no tiene mayor importancia que la del color y la forma. El objeto más vivo del cuadro son los corazones que, unidos por arterias imaginarias, se vuelven uno solo. (…) creo que el objeto claro de esta pintura es la relación entre mi vida interna y Diego. El deseo de externar con colores y formas lo que no podría con palabras, y también el placer magnífico de pintar por pintar (…)”

Se fue el amigo mejicano que les había entretenido con los detalles de una casa, mejor de lo que significa una casa … 

Recogieron los vasos y el viajero se detuvo frente a una silla rota.

Para unos viajeros hay casas azules, para otros sillas azules, sillas rotas que no dejan tocar, que no se reparan, que se sostienen por los pelos, como si siguiesen siendo sillas, sillas en las que uno no puede sentarse, sillas que permanecen como si fuesen de un museo, un museo de cicatrices sin cerrar, un museo de sillas azules.

Cuando llegó el final, ella, siempre ella, sólo ella, no podía moverse, se sentaba en el sofá amarillo y le veía escribir bajo el gran marco, su retrato vestida de malva.

Ella le hacía escuchar boleros. Todo era interminable, había mucho tiempo. Creían que había mucho tiempo y sólo escuchaban boleros. Sabían que no había mucho tiempo y sólo …, sólo escuchaban boleros.

Cuando llegó el día se apagaron los boleros. El bolero se transformó en … Sólo se tranquilizaba con aquellos coros antiguos.

En otro lugar, en otro tiempo, el viajero volvió a escuchar otro bolero en un pequeño bar. Tocaba un grupo que apenas cabía en una esquinita. El viajero miraba a las parejas que bailaban. 

El viajero cerró los ojos y viajó el día en que ella apareció con trenzas y un jersey blanco de cuello vuelto. 

El viajero siguió viajando solo por el tiempo hasta que supo que llegaría un día en el que podría reparar unas sillas azules que siempre serán azules, porque lo vivido nos acompaña siempre, pero con vida, como ella quería, no roto y abandonado, como esos museos que sólo saben de ayer.
 

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